Beso de tornillo con salsa de ajo fuerte
Cristian Díaz Rodríguez
El otro día comí patatas fritas con salsa de ajo fuerte. No me esperaba que al salir del restaurante me la encontrase en la puerta del local. El azar no deja de sorprenderte jamás, pensé mientras buscaba con premura un caramelo de limón de esos que son tan refrescantes y vienen en una caja de plástico amarillo. Agarré un puñado y tuve fe en que se evaporase aquel sabor tan potente de mi boca y se sustituyese por el delicioso gusto del cítrico.
Cuando llegué hasta su posición, le tendí la mano, sujeté la suya con fuerza, le hice una reverencia, clavando mi rodilla en el suelo y rocé con mis labios sus nudillos. Miré a mí alrededor y la gente se partía de risa mientras me ponía la bufanda, esperando que hiciese de muro para aquel terrible olor que no desaparecía. Ella alucinó, me miró como si tuviera que encerrarme en Leganés. Me profirió un par de insultos graciosos y yo me excusé, achacando todos mis esfuerzos a un catarro que no quería contagiarle.
Sin embargo, ella me riñó: ¡No creo que enferme por un beso! Seguí tratando de evitar aquel momento tan embarazoso y forcé varias toses y simulé un estornudo estruendoso que se escuchase en toda la Gran Vía. Alegué tener fiebre y haber estado dos días antes en Liberia. Se lo tomó como una broma de mal gusto. Me preguntó que porqué tenía que hacer siempre esos chistes tan negros y, sin querer evitarlo, me puse a reír a carcajadas, buscando una mala reacción por su parte. Algún gesto de enfado ante el que me pudiera mostrar como un victima y enfurruñarme. Necesitaba justificar un cabreo que me hiciera ganar tiempo.
Pero, evidentemente, todo me salió mal. Me ganó por la mano. Lejos de recriminarme mi actitud, se dio media vuelta y empezó a andar. Entonces era yo el que la tenía que perseguir y pronto me di cuenta de que aquella batalla estaba perdida hacía ya tiempo. Me acerqué por su espalda y noté como su respiración se azoraba. Me tocaba a mi “dar un paso adelante”, la sujeté del brazo y le pregunté, aún sofriendo, dónde iba. Me contestó con la voz entrecortada que no soportaba más mis tonterías, que esto ya no tenía futuro y que mi forma de ser me iba a traer problemas en futuras relaciones. De pronto, vi todo perdido y me arranqué la bufanda y, antes de que pudiera mediar palabra, le planté un beso de tornillo y el reloj se quedó atrancado en ese momento. Cuando despertamos, me miró sonriendo y me aseguró haberse sentido como Vivian Leigh en “Lo que el viento se llevó”. Bromeé con mi parecido físico a Clark Gable y me cortó, aludiendo a mi fétido aliento con sabor a ajo. Esto se trata de un relato, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Para solucionar su problema de mal aliento, consulte a su farmacéutico sin acercarse demasiado al mostrador.