LA ERA (Navalcarnero hace 50 años)
Los recuerdos de la infancia suelen ser dulces. Viajar hacia el pasado suele prestar a lo ya vivido una pátina de cariño y placer. Hasta los peores momentos aparecen barnizados con una halo de bonanza y ternura. Es verdad, el tiempo lo cura todo y además lo engrandece y en algunos casos lo sublima. Todos, casi sin excepción, tendemos a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y pensamos que la sociedad actual no camina hacia ningún sitio bueno. Cuando digo todos me refiero a los que ya hemos cumplido los cincuenta y ya nos podemos permitir el lujo de recordar.
Los que aun no han llegado a esa edad todavía se encuentran enfrascados en descubrir su futuro. Con estos relatos que empiezo hoy voy a pretender recordar como era la vida en mi pueblo, Navalcarnero, hace cincuenta años, como éramos los niños de entonces y como eran los hombres y las mujeres del pasado vistos con los ojos de un chaval. En honor a que mi pueblo entonces era un enclave eminentemente agrícola voy a empezar con las eras, algo fascinante para un niño de entonces y que dudo mucho que algún chico de hoy sepa ni siquiera que es. En aquellos lejanos tiempos el pueblo estaba literalmente rodeado de eras. Se trataba de superficies empedradas de diversos tamaños donde los labradores faenaban durante todo el verano para terminar de arrancar a la tierra sus cosechas esperadas todo un año. Ver llegar a los carros hasta los topes de mies ya era por si solo un espectáculo. Mulas sudorosas, ruedas chirriantes, redes de cuerda hinchadas de siega, descarga rápida, gritos. Hay que extender el cereal y prepararle para la trilla. Mientras se ajustaban los trillos nos dejaban a los chavales pisar la parva para que fuera disminuyendo de volumen. Corríamos y saltábamos entre aquella sinfonía de pajas amarillas que se nos metían en los pulmones y nos hacían toser. Por fin estaba la mula enganchada al trillo. El trillo era el señor de la era. Era el que separaba la paja del trigo. El que desmenuzaba aquellas espigas que fueron sembradas el año anterior y que la tierra había devuelto centuplicadas. Pero aquello llevaba tiempo. Bajo un sol de Julio implacable la mula y el trillo daban vueltas sobre la parva. Muchas veces el labrador iba subido en el trillo. En la parte de atrás del trillo un gancho de hierro iba revolviendo la parva. Así horas. Los chavales estábamos locos porque nos dejaran montar en el trillo. Pocas veces nos dejaban. Existía el peligro de que la mula se saliera de la parva y el trillo quedara inservible. Poco a poco aquella parva de un metro de altura quedaba reducida a una fina capa de pocos centímetros. El grano ya estaba fuera de la espiga ahora había que limpiarlo. Solo hacía falta un poquito de viento. A primeras horas de la mañana solía haber ese viento, también a últimas horas de la tarde. Por medio de palas de madera se lanzaba hacia arriba la parva y el viento como una máquina primitiva separaba el grano de la paja. Como por arte de magia a los ojos de un niño aparecían dos montones donde solo había uno. Allí estaba el trigo dorado dispuesto a ser harina para fabricar el pan del año siguiente. Otro ciclo más de la naturaleza se había consumado. Y vuelta a empezar. Otros carros llenos de mies, otra parva que pisar, otras cuantas horas de trilla, otra vez limpiar.
Así durante todo el mes de julio, de agosto y muchas veces parte de septiembre. Y aquel sol de justicia. El sol terrible de los veranos de Castilla. Cuando oigo hoy los consejos que da la tele para sobrellevar el verano se me dibuja una sonrisa. Que busquemos la sombra nos dicen. Que no salgamos de casa entre las doce y las cinco de la tarde nos aconsejan. ¿Cómo habrían hecho nuestros abuelos si hubieran seguido estos consejos? ¿Hubieran trillado su trigo de oro? ¿Habrían llenado sus costales con el pan que necesitaban sus hijos? Es poco probable. “Ganaras el pan con el sudor de tu frente” rezaba la sentencia bíblica. En el caso de nuestros abuelos era literal. Había que trabajar de sol a sol para que la tierra diera sus frutos. El verano de hace cincuenta años no era como el de ahora. Entonces era una estación cruda y dura, de trabajo infatigable e inacabable. Hoy es otra cosa. Hoy es mirar en el ordenador a que playa vamos a ir de vacaciones a remojarnos un poco y a soñar con el chiringuito donde venden esa cerveza tan fresquita. Ya no es pasar todo el verano en la era cuidando de tu cosecha. Ahora trabajamos a la sombra y si puede ser con aire acondicionado. Un hurra por nuestros abuelos, le echaron un par.